31 de octubre de 2018

Un amigo en el desierto




Me adentré en el desierto para ahorrarme unos kilómetros en mi viaje a Tindouf, y a pesar de que me advirtieron que no hiciera ese trayecto solo, no hice caso. El 4X4 que alquilé, una auténtica cafetera, comenzó a hacer señales de humo en medio de una duna de arena y allí me quedé, aislado en pleno desierto. Estaba sin cobertura, a más de cien kilómetros del poblado más cercano según mis planos, y pensé (más bien lo deseé) que me echarían de menos en el campamento y alguien vendría en mi búsqueda.

Me refugiaba del sol durante el día con un toldo casero hecho con ropa y bolsas, y durante la noche me abrigada del frío y contaba estrellas hasta quedarme dormido. Me quedé sin alimentos ni agua en el tercer día de camping obligatorio; conseguía agua mediante un sistema de plásticos a modo de embudo que recogía del rocío de la noche y que desembocaba en una botella, pero era insuficiente. En el sexto día apenas podía moverme, me desperté con llagas en la boca, un severo dolor de cabeza y comencé a hablar solo y a alucinar con valles verdes y cascadas rebosantes de agua azul.

No quería pensarlo, estas cosas le sucedían siempre a los demás, pero intuía que esta vez el triste protagonista sería yo, moriría en pleno desierto, seco como la mojama. Estaba a punto de perder la consciencia cuando percibí un toque en mi cabeza. Intenté despertar de mi letargo con enorme esfuerzo y encontré unos grandes ojos redondos frente a mí; era un solitario caballo negro mirándome fijamente. Pensé que era una alucinación, pero el caballo relinchó en mi oído y abrí los ojos de par en par. Bajé del jeep pero, sin apenas fuerzas, caí a la arena en el intento; era mi única vía de escape, pero el caballo desde abajo parecía gigante y montarlo era una misión imposible. Lentamente, el caballo encogió sus patas delanteras junto a mí. Extenuado, me agarré a su cuello hasta conseguir subirme en él; el caballo levantó sus patas con extrema lentitud y comenzó a trotar suavemente evitando que me cayera.

Una suave brisa nocturna me activó y pudimos avanzar al galope. No sabía donde me llevaba, pero mi viaje sobre el caballo negro en medio de la noche, con los potentes focos de las estrellas me parecía un espectacular final y me consolé pensando que por lo menos no acabaría entubado en la cama de un hospital. La luz del alba asomaba pintando de blanco el desierto, y a punto de descolgarme del cuello del caballo, avisté un grupo de árboles y entonces me di cuenta que desde el principio él sabía muy bien donde iba. Junto a un grupo de palmeras había un pequeňo lago; el caballo volvió a bajar las patas y arrastrándome como un reptil me sumergí en las aguas más deliciosas que jamás había visto. Bebí hasta llenar mi estómago y estuve flotando en ese líquido brillante que nunca me había interesado conscientemente hasta ese día.

Resucité, comí unos dátiles y, mirando al horizonte, divisé un pequeño poblado a unos pocos kilómetros. Estaba salvado. Me acerqué al caballo y acariciándole la crin, le agradecí al oído lo que había hecho por mí; el caballo acercó su cabeza hacia mí, y con un pequeño toque a modo de despedida, se fue trotando hacia el desierto. Seguí su estela polvorienta hasta que desapareció en el horizonte y, a pesar de mi estado de euforia, sentí un extraño sentimiento de pérdida.

Ha pasado más de un año y no dejo de pensar en el caballo negro y, aunque estuve a punto de perder la vida, he preparado otro viaje. Echo de menos a mi amigo del desierto y sé que el tiempo va llenando de niebla los recuerdos, pero quiero estar seguro de que esa experiencia no fue una alucinación producto de la deshidratación. Voy a cabalgar otra vez con él por el desierto, y bajo el cielo iluminado de la noche, quiero buscar mi estrella.





9 de marzo de 2018

Misiva al diablo y al obispo de San Sebastián




         Antes de nada tengo que decir que yo soy más de motos que de fútbol. Lo digo porque cuando el obispo de San Sebastián dijo que el demonio le había metido un gol al feminismo, me quedé perplejo. No me importaba que dijese explícitamente que las mujeres iban abortando a diestro y siniestro, ni que estuvieran haciendo a todas horas la tijera esas pervertidas, lo que me importaba era que el demonio estuviera localizable.
¡Jugando al fútbol contra tías! Bueno, da igual. El asunto que me lleva a escribir este mensaje epistolar es que hace tiempo que quiero vender mi alma al diablo. Sí, como suena, a cambio de una cita con Cate Blanchett. Tengo que decir que mi alma está en perfectísimo estado, no bebe ni fuma; no sé muy bien donde está ahora, como siempre está levitando de aquí para allá............ pero está bien.
Para contactar con el demonio, he utilizado la ouija, la magia negra, el vudú, pero nada, siempre me da comunicando, y como me han dicho que a veces el diablo está por aquí, en las redes, quiero hacer un llamado (esta palabra la aprendí cuando estuve en Colombia, en la provincia de Fariña) al diablo, para que negociemos, en el lugar y la hora que me diga, y al mismo tiempo, quiero dar las gracias al ilustrísimo obispo de San Sebastián por darme la pista del paradero de Belcebú y corroborar lo que ya suponía, que está entre nosotros.
Aprovecho también para advertir al excelentísimo obispo de rumores que corren por los mentideros, apuntando que el diablo recientemente ha hecho una gira por las iglesias y los colegios religiosos del país, metiendo goles, por si señoría desconoce este dato.



Steppenwolf